Bueno en esta entrada quiero tratar de referenciar libros en los que se habla de Berganzo. No voy a añadir los diccionarios geográficos ya que esos ya los cito en otras entradas. Casí todos los libros que, de momento, conozco tratan de historia (algunos de forma novelada como los episodios nacionales de Benito Pérez Galdós), pero seguramente habrá hasta literatura (recuerdo uno de literatura infantil sobre Toloño). Os animo a si sabeis de alguno nos lo conteis a los demás y así lo añadimos a nuestra lista.
Como os comentaba el otro día estuve hablando sobre este tipo de referencias y salieron a relucir los "Episodios nacionales" de Galdós. No es que sea hable de Berganzo demasiado, pero me hizo gracia. Habla de las guerras carlistas y los protagonistas están en la zona de Berganzo. Es estilo novelado. Os pongo el capítulo en cuestión:
Episodios Nacionales, tercera serie, libro "Vergara", capítulo 13º
B. Pérez Galdós
-XIII
Festivo y locuaz estuvo Calpena el resto de la tarde,
tirando de la lengua al bruto de Zoilo para gozar con sus extravagantes teorías
del querer fuerte, y reunidos en el llamado comedor, bebieron y jugaron con
discreta fraternidad amo y criados y amigos, guardando cada cual su puesto en
las alegrías de aquella igualdad temporal. Como llegaran nuevas referencias del
paradero de Guergué, dándole por internado en el Condado de Treviño,
resurgieron las dudas acerca del punto adonde se dirigirían. Iturbide se
mostraba temeroso, Zoilo aferrado a su violento querer, y al fin propuso
Fernando que decidiera la suerte, comprometiéndose todos a la obediencia de lo
que el misterio de la fatalidad les señalara. El arduo caso fue sometido al
fallo de cara o cruz, encargándose Zoilo, como el más inocente de la
cuadrilla, de arrojar al aire la moneda, previa designación de La Guardia por
la figura y Treviño por la cruz. Salió esta, y nadie se atrevió a manifestar
oposición a tan grave sentencia. Los medrosos y los arrojados ocupáronse con
igual ardor en los preparativos para la caminata del siguiente día, que
emprendida fue sin tropiezo al despuntar de la aurora, por el camino real de la
Puebla. Buenos caballos adquirió Fernando para los dos bilbaínos; pero
Iturbide, que se había pasado la vida, primero en su oficio de fabricar poleas,
después en el servicio militar de infantería, no era un prodigio en la
equitación, y su impericia daba lugar a cada instante a lances muy graciosos. A
Zoilo, regular jinete, no le permitía su debilidad mantenerse en la silla con
todo el garbo que él deseara. No habían andado dos leguas, cuando encontraron
un destacamento de tropas que salió de Miranda la noche anterior. El capitán
que lo mandaba les dijo: «¿Pero están ustedes locos? ¿A dónde demonios van?».De
los informes resultó que todo el Condado hervía de facciosos, que las
comunicaciones con Vitoria estaban interrumpidas, que en Peñacerrada habían
acumulado mucha fuerza, fortificando todas las alturas. Lo mejor que podían hacer
los caminantes era volverse a Miranda, o tirar para Salinas, aunque por este
punto también había peligro. Pasados los primeros minutos de perplejidad, manifestáronse
dos opiniones: en la boca de D. Fernando, valeroso y prudente, la de seguir el
juicioso consejo del Capitán; en la de Zoilo, que era la temeridad irreflexiva,
la de marchar hacia adelante, obedientes al oráculo de la moneda arrojada al
aire. Seguramente prevalecería la voluntad del que era señor y amparo de todos,
en quien el sentimiento del deber y la responsabilidad de las ajenas vidas se
aunaban. Apartándose del camino, echaron pie a tierra para descansar y tomar
alimento, al pie de unos álamos que ya se vestían de su hoja nueva, y eran como
apacible tienda de sombra y frescura. Allí se repusieron, y no habían concluido
de matar el hambre, cuando vieron venir una partida de aldeanos de ambos sexos,
en borricos y a pie, como gente presurosa o fugitiva.
-Paisanos, ¿qué ocurre...? -les
preguntó Sabas saliéndoles al encuentro-. ¿Hay olor de facciosos por esta
parte?.
-Olor no, sino peste de ellos
-replicó un viejo ladino que montaba el burro delantero-. Somos de Berganzo, y
de allí nos ha echado el asoluto, después de quemarnos el pueblo. Asolación
mayor no se ha visto.
-¿Hacia la parte de Samaniego, ocurre
algo?
-En Samaniego -chilló una mujer, que
con dos niños en brazos montaba el segundo borrico-,no han dejado esos perros
ni cántara devino, ni doncella, ni nada.
-¿Qué sabéis de La Guardia?
-Que anoche, dende Toloño, se
veían las llamas de la villa, ardiendo por los cuatro costados...En Peñacerrada
han metido los carlinos sin fin de tropa, y han puesto cañones en el castillo,
cañones en Larrea... No es mal hueso el que arman allí. Díganme, señores:
¿vendrá D. Espartero a roerlo? Porque si no viene, y pronto,¡pobre Rioja
alavesa!... Dios nos tenga de su mano. Ea, caballeros, que tenemos prisa para llegar
a Miranda, pues de atrás no vendrá cosa buena. Hace un cuarto de hora, al
rebasar de Berantevilla, oímos ruido de zalagarda... ¡Hala, que es tarde!...
abran calle... Agur, y viva la Isabel...
Apenas se alejó, buscando el camino
real, la medrosa caravana, miraron todos el rostro de D. Fernando, que,
poniendo corto espacio entre la duda y la afirmación, resolvió de plano con firmeza
y aplomo. «Amigos -dijo-, avancemos por el rastro de esa pobre gente, y tal vez
hallaremos otros fugitivos a quienes podamos prestar socorro».Con gallarda
confianza respondieron los cuatro a tan airosa determinación, y Zoilo se lanzó
delante, gritando: «¿Ve usted, señor, cómo sale lo que yo quería? Mi querer
fuerte apuntó para La Guardia, y a La Guardia vamos. ¡Marchen! No puede
pasarnos cosa mala». Media legua más allá encontraron nuevos grupos que
confirmaban las alarmantes noticias del primero, con alguna variación, pues el
pueblo que desde Toloño se había visto arder no era LaGuardia, sino Páganos.
Cada cual agregaba nuevos horrores dictados por el miedo. Halló Sabas gente
conocida; le daba en la nariz el tufo de su tierra, oliendo a quemado, y el
hombre no vivía; habría querido ir de un vuelo, y ver y apreciar la extensión
del desastre. Las últimas noticias recogidas a media tarde eran que los absolutos
habían pasado la sierra de Toloño; que casi todos los habitantes de La
Guardia habían huido, pasando el Ebro por el vado de Cenicero, no sin peligro,
pues también rondaban partidas por aquella parte; que Peñacerrada era un infierno
de fortificaciones; que... en fin, que se acababa el mundo, y que nos
encontraríamos todos en el valle de Josafat. Sin perder sus bríos ante tales
demostraciones de pánico, siguieron su marcha, y a la caída de la tarde, Sabas
descubrió dos aldeanos de Samaniego, el uno pariente suyo, por quien tuvieron
más claros informes de lo que vivamente les interesaba. Aterradas por el
incendio de Páganos, escaparon de La Guardia todas las familias pudientes que
no pertenecían a la opinión servil. Las niñas de Castro y Doña María Tirgo,
formando caravana con las de Álava, no fueron de las últimas en la escapatoria;
mas ignoraba el informante si corrían hacia el Ebro, pues algunos que tomaron
aquella dirección habían regresado desde El Ciego, huyendo de una partida. Era
lo más probable que hubieran tratado de escabullirse hacia San Vicente de la Sonsierra,
para buscar el vado y pasar a Briones...Mientras más embarulladas y
contradictorias eran las noticias que recibían, más se confirmaban los cinco
expedicionarios en la resolución de ir adelante, movidos simultáneamente de un
generoso impulso que no sabían definir. Era la voz del destino que aquella
dirección les marcaba, impeliéndoles hacia un fin favorable o adverso, hacia el
cual corrían como las mariposas hacia la luz. Anduvieron hasta el anochecer en
medio de una gran desolación. La tarde estaba serena, el cielo transparente y
limpio, como un rostro que quisiera expresar la absoluta indiferencia de toda
cosa humana... Hablaban poco; tan pronto iba Zoilo delante, tan pronto a
retaguardia, canturriando entre dientes, erguido sobre el caballo, y olfateaba
el horizonte, curado ya como por ensalmo de aquel torcedor doloroso de su
cuerpo. A sus espaldas se puso el sol, y ellos, picando siempre hacia Levante,
que con los reflejos del sol poniente se tiñó de resplandores opalinos, luego
de un gris violáceo muy puro y uniforme en suave gradación. Sobre esta densa cortina
se fue destacando un astro rojo: Marte. La noche entró tenebrosa, sin otra
claridad que la de las estrellas. Víspera de luna nueva, el disco de la luna
había precedido al sol en el ocaso. De pronto, al descender de una loma, vieron
los jinetes frente a sí siniestra claridad rojiza que se difundía en el morado
intenso del cielo. Era la cabellera de un incendio. Detenidos por un solo
impulso, los cinco dijeron a una voz: «Un pueblo que arde». Conocedor del
terreno, Sabas examinó con experta vista el horizonte. «No puedo calcular la
distancia del fuego-dijo-; pero si está a dos leguas, no puede ser más que
Berganzo; si está más lejos, será Peñacerrada».Y D. Fernando: «Sea lo que
fuere, adelante. El que tenga miedo, que se vuelva».Nadie pronunció palabra, y
Zoilo se puso nuevamente a vanguardia, alejándose buen trecho del grupo
principal. El fuego parecía crecer: ráfagas de viento Sur desmelenaban el resplandor
hacia el Norte. De pronto vieron los caminantes que Zoilo se detenía: picando
para llegar pronto a donde él estaba, oyéronle decir:«Viene gente armada».
Aguzaron todos el oído, imponiendo silencio; pero no percibieron ningún rumor;
mas Zoilo insistía en que había sentido algazara de tropa. Afirmó que nadie le ganaba
en fineza de tímpano, así como en alcance de vista, teniendo además la cualidad
de ver en las tinieblas, como los gatos. Adelantose otra vez, y volvió
asegurando que estaban próximos a un pueblo, que él veía paredes negras y una
torre, y que oía run-run de gente. No supo Sabas determinar qué aldea o villorrio
caía por aquellas soledades, y habló de una gran casa de labor o alquería del
marquesado de Zambrana. Fuera lo que fuese, a los pocos pasos confirmaron todos
lo anunciado por Arratia, pues ya se hallaban a medio tiro de fusil de unas
tapias altísimas, y no tardaron en oír claramente voces humanas.«La Santísima
Virgen nos ampare –murmuró Iturbide-. Como esta es noche, hemos caído en una
trampa facciosa». Detuviéronse los cinco por cesación súbita, pavorosa, del
impulso interno que hasta allí les había llevado. Transcurridos algunos
segundos, que horas parecieron, dijo D. Fernando: «Si estamos cogidos, sepamos
por quien; que no hay suplicio como la incertidumbre». Y aún no había concluido
de decirlo, cuando una robusta voz estalló en la obscuridad, gritando: «¿Quién vive?».
Y en el mismo instante se oyeron las voces: «¡Alto, alto!». A la repetición
estentórea del ¿quién vive? respondió D. Fernando con toda la fuerza de
sus pulmones: «¡España!». De las tinieblas surgieron varios hombres con los fusiles
preparados. Su aspecto no era de tropas regulares, pues vestían con desiguales
prendas y arreos, y llevaban gorra de piel los unos, los otros boina blanca o
roja. Adelantose uno diciendo: «Alto, y se les reconocerá. ¡Viva IsabelII!». A
este grito, que ponía fin a la ansiedad de aquel encuentro, los caminantes,
gozosos, libres ya de su mortal sobresalto, respondieron con otro ¡viva! en
que echaron toda el alma... Breve y satisfactorio fue el primer reconocimiento;
pero les mandaron no dar un paso más hasta que llegase el capitán. Salió por
fin este, repitiendolas preguntas de ordenanza; cumplidamente las satisfizo
Calpena, que a su vez se permitió interrogar:
-¿Qué fuerza es esta, mi capitán?
-Es la columna que mando yo,
Santiago Ibero. Pertenecemos a la división de D. Martín Zurbano. Y cuando esto
decía, fue reconocido por Sabas, que prorrumpió en exclamaciones de gozo:
-¡D. Santiago... Santiago Ibero!
-¿Eres de La Guardia?
-De Páganos, para servirle, y usted
también.¿Pero no conoce a Sabas de Pedro?
-¡Otra! ¿Eres tú...? Adelante,
señores... ¿Traencomida? Apéense en este corralón. Entremos y hablemos y
comamos...
El júbilo de los expedicionarios por
verse entreamigos era tan grande, que no podían expresarlo sino con risas,
gritos y exclamaciones patrióticas. Enterados de que la partida andaba mal de
víveres, mandó D. Fernando a Urreaque franquease todo el repuesto que llevaban,
y la alegría se hizo general. Entraron en un lagar desmantelado, al que seguían
cuadras espaciosas, reconociendo Sabas la casa labrantía de Zambrana. Mientras
acomodaba las bestias y les daba pienso, Urrea iba distribuyendo pan, queso y
vino a la tropa en el corralón. Ibero y D. Fernando, antes de ponerse a comer,
departieron largamente, diciendo el primero:
-Tambiéna usted le reconozco. Es
usted D. Fernando, el caballero que trajo de Oñate a las niñas de Castro, y que
luego, herido en un pie, pasó una larga temporada en casa.
Nombrada la familia, no se hartaba
Calpena de pedir informes acerca de ella, y el otro los dio con milamores. La
Guardia no había caído en poder de los carlistas; pero se temía que la ocupasen
por ser muy débil la guarnición. Las familias ricas habían salido, siendo de
las primeras las niñas de Castro con Doña María Tirgo y las de Álava. Bien
podía el informante dar fe de la feliz escapatoria, pues él con su gente
habíales acompañado hasta el paso del Ebro, y pudo enterarse de que sin novedad
llegaron a Fuenmayor. Doña María Tirgo, muerta de miedo, proponía que no
parasen hasta Cintruénigo; pero Demetrio opinaba que no debían pasar de
Logroño, donde estarían bien seguras. Era Santiago Ibero un mozo gallardísimo, franco,
con toda el alma en los ojos y el corazón en los labios, cetrino, de mirada
ardiente. Nacido en Páganos de una familia de labradores acomodados, su genio
impetuoso, su ansia de gloria, más potentes que toda razón de conveniencia, habíanle
lanzado a la campaña, antes que por querencia de la profesión militar, por su
amor ardentísimo a las ideas representadas en la bandera de Isabel. Quería dar
su sangre, su vida por la libertad y el progreso, en los cuales veía fuente
inagotable de dichas para la Nación Con tales beneficios, España saldría de su apocamiento
y pobreza, mejorarían las costumbres, nos veríamos tan civilizados como los ingleses
y tudescos, y seríamos fuertes, grandes, sabios y ricos. Odiaba el
obscurantismo, y veía en la hipocresía farisaica de los partidarios de D.
Carlos la causa de todos los males que nos afligen y del atraso en que vivimos.
Al exterminio de esta secta nefanda quería consagrar su existencia, todas las
energías de su alma honrada y valerosa. Habiendo visto en Martín Zurbano, a
quien conoció en Logroño, la más feliz encarnación de aquellas ideas, y
admirando en él, además, el coraje, la perseverancia, la militar pericia, se afilió
con entusiasmo en su bandera. Con él peleaba, y con él moriría, si necesario
fuese, por la santa causa de los libres, que era el porvenir glorioso de
la Monarquía y de España. A la media hora de charla, ya eran amigos Ibero y D.
Fernando, y este tuvo conocimiento de la situación de la columna. Los carlistas
se habían apoderado de Peñacerrada, que por suposición topográfica en terreno
montuoso era una fortaleza natural. Fortificados también otros puntos de la
sierra, ocupados pueblos mportantes del Condado, quedaba interrumpida la
comunicación de Vitoria con las líneas del Ebro. La situación era, pues,
gravísima, y sino venía Espartero con fuerza grande a desatar el nudo, sabe
Dios lo que sucedería. Según las noticias del capitán, D. Baldomero se preparaba,
y en tanto había mandado al general Ribero a la parte de Nanclares, mientras D.
Martín, en la Rioja alavesa, molestaba al enemigo todo lo que podía, quitándole
raciones y amparando a los pueblos. Con este fin, ordenó a Ibero que con su
columna limpiase de facciosos los caseríos de la sierra de Toloño, y en ello se
vio el capitán muy comprometido, pues atacado por fuerzas superiores, había
tenido que batirse a la desesperada. Intentaba retroceder hacia la Rioja alavesa,
para reunirse con su jefe; mas no tenía seguridades de poder conseguirlo.
Hallando a su paso en la tarde de aquel día la casa de labor de Zambrana, en
ella se hizo fuerte, con el propósito de defenderse bien si alguna partida le
atacaba. En caso de gran apuro, y si veía dificultades para retroceder hacia La
Bastida, trataría de pasar el Ebro por el vado de Ircio. En tanto que Ibero y
D. Fernando se comunicaban sus planes y pensamientos, Iturbide y Zoilo no se
apartaban de los de tropa, comiendo con ellos, contándoles peripecias del sitio
de Bilbao, a cambio de las recientes hazañas de los zurbanistas,
referidas, la verdad sea dicha, con disculpable uso de la hipérbole. Aquella
tarde se habían peleado heroicamente con doble número de serviles,
matándoles al jefe y cogiéndoles quince prisioneros. Luego tuvieron la desgracia
de que en otro encuentro, en la misma tarde, perdieran ellos tres hombres, lo
que no sintieron tanto como el que se les escaparan los quince cautivos cuando
se disponían a fusilarles, en castigo de su amor al retroceso. Aquel segundo
combate había quedado indeciso, sin grandes ventajas de una parte y otra,
perdiendo el contrario dos burros cargados de cebada, y ellos los prisioneros,
que fue un gran dolor. Si se les hubiera quitado de en medio en cuanto
fueron cogidos, no se habrían ido riendo... Pero, en fin, como hay Providencia,
no debía desesperarse de volver a cogerles. A media noche, unos dormían en
grupos tendidos en el suelo, otros hacían guardias en los ángulos exteriores
del caserón, y los mejores escuchas de la partida aplicaban la oreja al suelo, en
observación de los ruidos lejanos. Ibero y D. Fernando se tumbaron en el sitio
que mejor les pareció de la anchurosa cuadra primera; pero el capitán no tenía
sosiego, y de rato en rato se levantaba para dar vueltas por el corralón y asomarse
a las bardas de este, sin poder desechar el presentimiento de que antes del amanecer
le atacarían, con refuerzos, los que en la funcioncilla última de la tarde
habían quedado a media paliza y con ganas de llevársela entera. Durmiose en las
alternativas de estos temores D. Fernando, teniendo junto a sí a Urrea y a Sabas,
y aún era muy incierta la claridad del nuevo día, cuando le despertó un rumor
vivo, compuesto de voces corajudas y guerreras. Los facciosos venían, se
aproximaban... Silencio, calma, y prepararse todo el mundo.
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